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El ingeniero Guido D’Alessandro y la construcción del Palacio Nacional

nación emergente, era el fiel reflejo del aislacionismo en que la habían hecho

vivir los acontecimientos políticos de los últimos años.

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El proceso físico de transformaciones en Santo Domingo era muy pausado,

sin que tuviera siquiera mínimamente un ritmo que le permitiera trazarse

una meta inmediata en su propio horizonte y destino. Entre el surgimiento

del Estado independiente que proclama la República (1844), por ejemplo,

la convocatoria al Concurso Mundial para el diseño y construcción del

Faro Monumental a la memoria de Cristóbal Colón, acontecido en 1928,

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y asumido este llamado a concurso como punto de partida de un proceso

reivindicativo de la actividad arquitectónica que había sido casi nulo,

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transcurre un largo lapso en que fue muy poco lo que se pudo edificar en

todo el territorio nacional y que al mismo tiempo lograra tener carácter

permanente y trascendente, que pudiera quedar con persistencia tal que se

pudiera registrar en la memoria colectiva de los dominicanos. Es en la fértil

y en consecuencia próspera región del Cibao donde se tuvieron, quizás, los

más elocuentes pero a la vez modestos ejemplos de una incipiente arquitectura

representativa del avance económico de los sectores empresariales y sociales

en emergencia.

Las ciudades mediterráneas de Santiago, capital regional; La Vega, San

Francisco de Macorís y Moca, cabeceras de provincias, con sus centros

cívicos (plazas, templos y edificios institucionales) y la infraestructura

de transporte que facilitaba el ferrocarril, se permiten el lujo de asumir la

representación formal e ideológica de un marco referencial que signa los

finales del siglo

xix

y que sigue, formalmente, acusando gran dependencia

con las metrópolis europeas.

Baste citar el Palacio Consistorial de Santiago para comprender la

grandilocuencia que se buscaba con la representación simbólica de su

arquitectura; incluso, antes que Santo Domingo perfilara como la villa en

ascenso, San Pedro de Macorís, en la región Este, guiaba los destinos del

progreso y el desarrollo empresarial y comercial por senderos de prosperidad,

evidente en el gran auge constructivo y por ende arquitectural que se

verificaba allí.

No es hasta principios del siglo

xx

cuando Santo Domingo asume la

dirección y guía del desarrollo físico-urbano de las localidades dominicanas.

A diferencia de las ciudades mediterráneas anteriormente citadas, Santo

Domingo y San Pedro de Macorís, localidades del Sur, apoyadas por el

recurso del cabotaje marítimo que permitía las exportaciones e importaciones, aunque mínimas, desplegaron

un poder económico que lograron capitalizar con el surgimiento de la industria de la caña de azúcar, un

bien exportable que rápidamente se constituyó en eje del desarrollo laboral que impulsó el progreso durante

los próximos sesenta años y concentró el capital en ellas, polarizando el empuje económico entre el Cibao y

el Sureste. En este marco de sustentación ambiental, el aparato de poder político que gobernaba férreamente

todo el país, fortalecía su imagen al través del recurso plástico-formal de la arquitectura puesta al servicio

del Estado. Apoyado en una acción demagógica que le era cónsona con su espíritu nacionalista, surgido,

contradictoriamente, de su propia formación militar por parte de los Estados Unidos, el dictador Trujillo hace

votos de fingida humildad y prefiere dirigir los destinos nacionales, en sus primeros años de Gobierno, desde

un vetusto edificio heredado del casco fundacional de la ciudad. Era una lección y práctica de falsa modestia

Construcción del

Palacio Nacional.

Cantera de mármol,

Villa Ramfis, Samaná.

El entierro del

ingeniero Guido

D’Alessandro.

Momento en el que el

ataúd está siendo

retirado de la Iglesia

de San Juan Bosco

hacia el cementerio.