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Marcio Veloz Maggiolo

que la segunda carta llega al autor en una traducción francesa que fue traída desde Italia en el siglo

xix

por

un antepasado suyo. En

La vida no tiene nombre

(1965), estamos en el Este dominicano durante la invasión

norteamericana de 1916 y un gavillero, Ramón «El Cuerno», nos cuenta su vida, tribulaciones y razones,

antes de que lo fusilen. Otra vez un personaje habla directamente: hijo de una sirvienta haitiana y objeto de

discriminación social, se opone a las fuerzas de ocupación para demostrar que es «más dominicano» que otros

y lucha por la soberanía nacional. Así descubre el servilismo y la cobardía de sus compueblanos, que se venden

a los gringos. Ramón mata a su abusivo padre y cae en la trampa tendida por su hermano, quien lo entrega a

los norteamericanos por bandido y hereda la propiedad. El fracaso personal se inserta en el fracaso colectivo de

los rebeldes que se ven forzados a comportarse como malhechores.

Ya en esta primera fase de la producción de Marcio Veloz Maggiolo (estudiada por Nina Bruni), de corte

existencialista, se nota la problematización de la historia cuando se mira con los ojos de protagonistas

silenciados. Si damos un salto ahora a las obras de la madurez, ambientadas en Villa Francisca, el barrio

capitalino en que el autor vivió su infancia y juventud, hallaremos unas estructuras múltiples en las que la

realidad es muchas realidades, y se hace así más rica, llena y contradictoria. Por ejemplo, en la novela

Ritos

de cabaret

(1991, estudiada por Fernando Valerio-Holguín, Pedro Delgado Malagón y otros),

el trasfondo

autobiográfico contribuye a poner en marcha un prodigioso mecanismo colectivo, un coro capaz de mezclar

el chisme y el impulso lírico, los precipicios visionarios individuales y el fresco general de una época y una

sociedad, salpicada de nombres de calles y de músicos.

La pluma de Veloz Maggiolo se mueve por el zumbido de una memoria heterogénea y a veces incoherente, con

su cronología simultánea que hace coexistir los tiempos proponiendo una consecuencialidad más compleja. Así,

en estas páginas, la voz del testigo principal se alterna con la de un narrador externo, con extractos de diarios y con

la voz del cronista del barrio, Persio, depositario de recuerdos y en buena medida

alter ego

del autor. Y al final, se

llega incluso a insinuar la posibilidad de que toda la madeja de las historias no es sino el resultado de la locura.

Pero esta fragmentación del discurso no lo desconecta hasta el punto de reducirlo al nivel de disparate, muy por el

contrario, la multiplicidad de reflexiones nos devuelve de manera más vívida la balada popular que describe una

nación a través de un barrio y su lugar clave: el cabaret, mezcla de bar, salón de baile y burdel.

Y es que, indudablemente, el cabaret es el reino del bolero, mezcla de música callejera, de alcohol y penumbra;

danza hecha de seducción y languidez, que se baila sobre un azulejo, persiguiendo a la amada, asediados por

el olvido y el abandono. El bolero es la forma de conocimiento de Papo Torres, que obliga a los clientes de su

restaurante a escuchar los éxitos del pasado mientras vierte nuevo licor en las botellas de los años ardientes. Y

es también la escuela de Papo Junior y la banda sonora de la muerte de Samuel Vizcaíno, durante los heroicos

días de la resistencia popular.

La novela se desarrolla en los últimos años de la tiranía trujillista y culmina en la guerra civil de 1965, una

coyuntura clave en la historia dominicana reciente. A pesar de la derrota, después de 1965 ya no fue posible

detener la toma de conciencia y la demanda de derechos civiles, que puede florecer como los versos de una

canción entre las mesas de la precariedad, en el abrazo de la danza, en la tenacidad de la pasión.

Hay una sensación de fatal ciclicidad en el hijo que repite la historia de su padre hasta el incesto, ayudándole

incluso físicamente a recuperar su amor más remoto y fundamental. Y hay un sentimiento de desesperación

en la derrota de la dignidad democrática. Pero en el torbellino de la narración los símbolos son sabiamente

abiertos y versátiles: el cabaret, maraña de música, sexo y política, es la imagen de la nación prostituida, pero

es también un espacio de libertad, disentimiento y rebelión. Y el bolero no es solo nostalgia, sino también una

forma de entender los acontecimientos y soñar con el futuro.

Otro símbolo musical, profundamente dominicano y ambivalente, en el sentido que puede transmitir rebeldía

u opresión, aceptación o disconformidad, es el merengue. Y Marcio Veloz Maggiolo dedica

El hombre del

acordeón

(2003) a un virtuoso del merengue, Honorio Lora, que enseñó a bailar al propio dictador (ese ritmo se

consideraba una especie de banda sonora oficial del régimen). En la novela, se narra la muerte del acordeonista